sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Seducidos por la muerte
Herbert Hendin
Unos mejor y otros peor

        Resulta imposible saber por qué un cuello se rompe de manera distinta en dos accidentes iguales. Da lo mismo saberlo o no, porque se puede hacer muy poco para remediar la desventaja del cuello roto más arriba. Son sólo, tal vez, unos milímetros de diferencia. Algo inapreciable casi a simple vista. Pero a nivel funcional sí que se nota la difencia. Más de una vez la he sentido al ver a otros que, con una lesión parecida, a la mía logran mover los brazos.

        No se me ha ocurrido pensar en lo que daría por esos pocos milímetros de médula. No tiene sentido calentarme la cabeza y atormentarme porque mi golpe rompió el cuello un poco más arriba. Quizá a esos otros les falte bastante de lo que yo tengo. Más vale no entrar en comparaciones, porque, además, acabamos en lo de siempre: que la ventaja para nosotros –los humanos– la deciden la inteligencia, la sensibilidad, el tesón, la fortaleza y cosas así... pero, ante todo, el amor. Sobre todo el Amor, así, con mayúscula.

        Cuando era pequeño se me quedaron grabados unos conocidos versos, gracias a la facilidad para memorizar que dan los pocos años. Era aquellos de...

        Cuentan de un sabio, que un día,
         tan pobre y mísero estaba
         que sólo se sustentaba
         de unas yerbas que cogía.
         ¿Habrá otro, entre sí decía,
         más pobre y triste que yo?
         Y cuando el rostro volvió
         halló la respuesta, viendo
         que otro sabio iba cogiendo
         las yerbas que él arrojó.

        La idea que expresan me sirve para no sentirme un mártir. A Dios gracias, no me he sentido hasta ahora especialmente desgraciado y confío en mantener la normalidad de ánimo actual, sin darme pena ni querer que me compadezcan. Además, si yo y los que se encuentran en situaciones parecidas a la mía pensáramos que somos algo así como el prototipo de las desgracias, ¿qué dirían, entonces, tantos que tienen más trastornos físicos que yo o de peor pronóstico? ¿Y qué decir de los que –aunque padezcan alteraciones menores– las sufren más, porque cuentan con menos recursos para soportarlas?

        He conocido en la clínica enfermos con los más variados problemas y a veces me han dado pena. Sobre todo, cuando veía que estaban en una situación lamentable y no eran capaces de captar el sentido que tienen sus molestias y el valor de su vida, a pesar de todo.

        Por el momento, sólo conozco personalmente a una persona –una chica joven– con lesión medular traumática más alta que la mía y que padece, por consiguiente, una incapacidad mayor. Me consta, por otra parte, que, con la atención necesaria y las debidas ayudas técnicas, ella logra trabajar y ha llegado a ganar algún premio con su actividad. Los demás casos de lesionados medulares que he conocido son más favorables desde el punto de vista clínico, puesto que tienen afectados niveles por debajo de C-4.

        Si es cierto que nuestro destino feliz y definitivo está con Dios y que depende de la decisión libre de cada uno –porque nos ha pensado y creado así–, parece particularmente importante estar bien persuadido de ello, como condición imprescindible y previa para orientar la vida hacia esa plenitud feliz prevista por el Creador. No vaya a ser que, de hecho, nos suceda lo que a algunos que, como dice Séneca, "son como borregos, que no van donde deben, sino donde suelen". Esos lanudos animales no hacen planes por la mañana ni deciden nada para el día siguiente, porque nada tienen previsto. Al ganadero esto le resulta muy útil porque nadie del rebaño le lleva la contraria; los humanos, en cambio, somos señores y decidimos sobre nuestra vida, aunque a veces nos encontremos en unas circunstancias no deseadas. Si la vida nos lleva a algo y conservamos nuestra libertad, nunca nos lleva sin nuestro asentimiento aunque "todo el mundo" haga lo mismo.

        ¡Cómo he visto sufrir a algunos! En el fondo por ignorancia, por no caer en la cuenta –cada cual sabe por qué– de que las personas estamos en este mundo para mucho más de lo que aparece a primera vista. Se piensa a veces que perdiendo el movimiento se pierde casi todo. En realidad no se pierde casi nada, y posiblemente... me quedo corto. Por eso me he puesto a escribir.

        Olga tiene una enfermedad que la ha ido paralizando progresivamente. También –como yo– ha escrito sus experiencias, desea publicarlas y me las ha pasado para que le dé mi opinión. Ya se la he dado, agradeciéndole esta confianza conmigo, puesto que, además, he recibido con la lectura una gran lección y un buen estímulo para esmerarme por rodar mejor cada día y con optimismo.

        Escribe, por ejemplo: Esto me hizo pensar que aunque mi enfermedad me tenía muy limitada había algo que yo podía hacer mejor que nadie: orar. Tenía mucho tiempo para meditar y mucho sufrimiento para ofrecer, además no podía salir de casa por lo que la oración podría ser útil y de alguna forma mi estado podría ser fructífero. Ella ya sabe que su vida fructifica en mí y en tantos más. Pero ante todo fructifica en ella misma aunque casi nunca lo note.

Alrededor de la silla

        Noto que en torno a mi silla hay un pequeño mundo lleno de peculiares relaciones.

        Son muchas las personas que me rodean, como a casi todo el mundo. A la mayoría no las conozco. Ellas, en cambio, sí saben de mí. A veces me sorprendo de ser, por así decir, tan "famoso". Hasta lugares insospechados ha llegado la noticia de un sacerdote, don Luis, que está tetrapléjico. Me dice, por ejemplo, un hombre a quien veo por primera vez:

        ––Usted es don Luis de Moya, ¿verdad? Yo soy..., y tengo cinco hijos que rezan todas las noches por usted. Le quería pedir, si no le importa, que rece por...

        Hasta ahora no había sido tan felicitado por mi cumpleaños, no tenía tanta correspondencia, no había notado tanto interés por mis cosas. En estos últimos años mis relaciones con la gente han evolucionado mucho en ese sentido. En definitiva, observo en mi entorno cómo los demás dedican momentos de su vida a otro, a mí en concreto, y esto es muy bueno ante todo para ellos. También para mí, claro, que me beneficio y gozo con este interés de tantas personas.

        Puede parecer una exageración, pero todos los días sucede lo mismo: en cuanto salgo a la calle, a cualquiera de los lugares habituales de trabajo, me encuentro con gente sonriente. Llego a la Clínica como todos los días a la hora de siempre, por esa puerta por la que pasa gente todo el rato. Allí están casi siempre las mismas personas. Las conozco desde hace años y sin embargo todavía no me dicen, al llegar, simplemente "hola" o "buenos días". Siempre hay algo más al entrar o salir por esa puerta. Es un brevísimo comentario o sólo una sonrisa, que no es rutinaria porque noto que quiere decir algo. Como me siento bien tratado en ese instante, tengo deseos de corresponder; pero lo normal es que entonces vaya con prisa porque me esperan. Y siento todos los días en mi interior un pequeño y breve conflicto por no poder atender, como se merecen, a Carlos o a Enrique mientras atienden la puerta.

        A veces he pensado que la silla es como en una escuela, considerando esas múltiples y variadas relaciones a las que me lleva mi situación. Quien más aprende, desde luego, soy yo, aunque sólo sea por la cantidad de horas que le dedico. No entro ahora en cuánto ni en qué; pero sí diré que, volviendo la vista atrás, me admiro de las lecciones –confío que bien aprendidas– de los últimos años. Los demás aprenden según lo necesitan, según su cercanía, según el tiempo que me dedican y, sobre todo, dependiendo de lo que se fijan y según su interés. Porque siempre soy una oportunidad para practicar la categoría personal: un lugar necesitado en el que, con buena voluntad, y con heroísmo cuando es necesario, se puede ayudar. Muchas veces ellos no se dan cuenta o no lo quieren pensar, pero bastantes han contribuido y todavía contribuyen a que disfrute humanamente de la vida. Sin que parezca nada especial, hacen algo grande. Por eso es lógico que también ellos disfruten conmigo. Les doy las gracias y suelen decir: "Gracias a usted". No digo nada, pero pienso que ambos llevamos razón.

        Con mi sola presencia, si no doy mal ejemplo, ya puedo ser útil. Y más todavía si procuro interesarme por los otros.

        Por eso no respondí nada –"quien calla otorga"– cuando me dijeron más o menos:

        ––Va usted por la vida con la silla tirando de mucha gente...

        Es lo que pasa cuando ven que se puede estar alegre así: sin comer casi, sin disponer del cuerpo, sin intimidad tantas veces y necesitando a otro para lo más elemental, con molestias casi siempre, durmiendo mal. Ciertamente noto que el buen humor es imprescindible para que la silla enseñe lo importante de verdad: que hay Algo –mejor, Alguien– que sigue estando en la vida nuestra y que no se marcha aunque se vaya nuestra fuerza y, con ella, tantas cosas; y que Ese Alguien es la fuente en que bebo cada día, la que me hace vivir así.

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