sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
El sentido del sufrimiento
Miguel Angel Monge, José Luis León
Pensando después de tres años

        Cuando llevaba un año de evolución me caía mal el ambiente que se forma en ocasiones en torno a los minusválidos. Mejor sería decir que no quería para mí ese ambiente. No quería limitarme a la vida recortada, también en los ideales, frecuente en ese mundo, que tal vez produce sólo compasión a la mayoría. Bastantes sinsabores tiene ya de suyo ser minusválido: no estaba dispuesto a pasarme la vida pensando en lo que había perdido. Ni me atraía la idea de resignarme con mi limitación; pues pensaba –de forma injusta– que en ese ambiente había demasiada resignación y conformidad pasiva. Posiblememte –como otras veces– me dejaba llevar por la primera impresión, por cómo me imaginaba ese mundo sin conocerlo del todo. Por precipitación era poco comprensivo e injusto. Aún desconocía los numerosos casos de minusválidos verdaderamente admirables, ejemplos de grandeza de espíritu, de tesón y de alegría, porque comprenden que su vida es grande porque es humana, aunque también sea deficiente. Otro tanto, y más, hay que decir de tantos sanos que se ocupan de los minusválidos.

        Me veía por entonces aún con mucha capacidad: al menos, la suficiente para poder llevar a cabo casi todo lo razonable en un hombre de mis posibilidades, y todo lo verdaderamente importante. Tenía mucha confianza en mi familia sobrenatural, en la ciencia humana y en el empeño de los míos por ponerla a mi disposición.

        En realidad las cosas son un poco más complicadas. Pero es simplemente porque el mundo normal no está, en principio, preparado para alguien como yo, al menos en mi entorno más próximo. Las ayudas técnicas, por ejemplo, cuestan un ojo de la cara y no hay subvenciones; los edificios son impracticables para una silla de ruedas; la gente aún se extraña de que sin brazos y sin piernas útiles se pueda, sin embargo, entrar en un aula, en un despacho, manejar un ordenador, dirigirse a un auditorio, estudiar. Reconozco una vez más mi impaciencia pues, de verdad, las cosas son un poco complicadas en la práctica, pero sólo un poco.

        De hecho, con paciencia, pero insistiendo y trabajando, voy consiguiendo los medios –siempre con el sacrificio de alguien–; desaparecen las barreras arquitectónicas de los edificios importantes; y, quienes se extrañaban, van saliendo de su asombro y comprenden que el problema fundamental para trabajar intelectualmente a veces puede ser sólo de transporte: un problema irrelevante en el siglo veinte. Como dije, ya he impartido algunas clases en la Universidad en silla de ruedas. Posiblemente soy el primero que lo ha hecho así en Navarra. En todo caso, no resultó sofisticado, salvo por la rampa que instalaron para que pudiera subir al estrado. Ahora estoy a la espera de poder hacerlo, como antes, de modo habitual.

        A pesar de que he recibido tratamiento médico en un centro no especializado en lesiones como la mía, he ido tomando contacto con varios lesionados medulares y con enfermos neurológicos crónicos de otro tipo. He conocido la experiencia de sus vidas, realmente lamentables e incluso dramáticas en bastantes casos.

        De algunos sé que merecen mejor trato del que reciben, que viven en una permanente queja, al menos interior, para con los que deben cuidarlos. Otros sufren porque padecen la necesidad de medios materiales y no pueden contar con las ayudas técnicas disponibles para su caso. Me parece más preocupante lo primero. Se sufre más por la falta de atención personal que por la falta de medios. Pienso que el dinero es menos problema, si hay cariño. Ese amor intenta conseguir los medios que se necesitan. Así se soporta mejor carecer de algo. Como le oí una vez a la doctora de Castro, lo más doloroso es sentirse poco útil o poco querido. En definitiva, el mayor dolor para un humano es la falta de amor: no amar, ni ser amado.

        Varias veces me han dado pena los minusválidos que se quejaban ante todo de esto. Con el tiempo tienen muy asumida su situación física; sin embargo, a los pocos minutos de conversación sale a relucir, sin que se lo propongan, la incomprensión que padecen. Les podrían ayudar, pero... Y es muy conocido que en algunos casos se han producido suicidios o han solicitado la eutanasia porque les parece que no merece la pena vivir así. Alguna vez oí decir que se puede desear la muerte sin echar de menos el amor. Pienso, por el contrario, que el amor que cualquiera necesita le lleva a desear la vida amando a quien le ama. Si el amor recibido no engendra amor, o es pobre o no se capta en lo que vale. Les sucede, por ejemplo, a los niños, que por inconsciencia no se enteran de cuánto les quieren sus padres.

        Cuando hay verdadero desvelo por el que lo pasa mal, las crisis de desánimo para la pelea por una vida cada vez más humana y digna se superan con facilidad con la fuerza de ese amor, del verdadero interés que se tiene por quien sufre.

        Con frecuencia me comentan de pasada que tengo muy buen ánimo, que tengo buena cara, que me río de modo habitual. Es verdad, a pesar de que por carácter no soy precisamente gracioso ni especialmente extrovertido o eufórico. Sí que soy optimista porque me siento muy querido. Ante todo por Dios; también por mi familia del Opus Dei y por mis padres y hermanos, y por otros que sin ser familia me quieren casi igual. Además, mientras experimento este flujo de interés, cariño, amor, desvelo o como se le quiera llamar, veo lo maravillosa que es la gente. Y debo reconocer que son generosos, estupendos..., que se están haciendo santos, a veces sin darse cuenta, y merecedores también de un galardón en este mundo gracias a mí: soportándome. Sé que soy, por mis defectos, ocasión para que puedan crecer ante el mundo y ante Dios. Así también me siento útil, porque mientras me ayudan a vivir con dignidad, ellos se hacen mejores.

        Me dio pena la dificultad con que se encontraba un conocido, que se va convirtiendo en amigo, que tiene una lesión de médula más favorable que la mía, pero necesita bastante ayuda. Nota, por ejemplo, malas caras cuando quiere salir de casa, pues alguien le debe acompañar. En su cuarto tiene de todo para pasar el día entero salvo las comidas. No le falta casi nada para pasarlo bien, para divertirse quiero decir, dentro de su limitación. Tiene lo que no tengo yo. Por eso no se queja de falta de medios materiales sino de falta de afecto. Posiblemente si el afecto se vendiera se lo comprarían. Pero necesita precisamente la sonrisa de su mujer, la disponibilidad de su hijo para acompañarle en una visita: eso no se puede comprar, porque uno no puede comprar sus propias cosas. Lo que mi amigo necesita no es necesario traérselo de fuera, porque debe salir de su propia casa.

        Otras dificultades son puramente exteriores. Hay minusválidos que sufren pensando que, como han comenzado a trabajar de nuevo, perderán la pensión con la que malvivían, y se sienten condenados a la miseria además de a su enfermedad. Tienen una visión pesimista de la vida. Por estos sí vale la pena un esfuerzo: por ayudar a quienes tienen capacidad para el trabajo pero a partir de unas condiciones especiales, de una ayuda no prevista para la mayoría.

        Pero también los que han logrado instalarse aceptablemente en la sociedad, a pesar de sus limitaciones, deben comprender que tienen un tesoro ante Dios, por poder saborear tan a menudo el sufrimiento. No es fácil entender esto, pero pienso que es una gran tarea intentarlo y ayudar a que se comprenda.

        He tenido ocasión de tratar recientemente a varios lesionados medulares y de conocer de primera mano sus impresiones, tan diversas, sobre lo que vale una vida así. Cómo se ven entre los demás, cómo los ven los demás; qué piensan del futuro inmediato o más remoto, y del eterno; si se sienten queridos, si pueden amar.

        Bajando una conocida pendiente de una conocida ciudad en el norte de España, un estudiante de tercero de Ingeniería perdió el control de su vehículo y en el golpe resultó lesionado con interrupción medular a partir de C-6. Lo conozco bien, pues hemos charlado largo y tendido. Él me transmitía sus experiencias y me animaba, consciente de que yo lo tengo bastante más difícil que él por el nivel de mi lesión. Es una persona joven que terminó, casi en el tiempo normal, su carrera y ha logrado trabajo en un organismo oficial. Su vida se desarrolla sobre ruedas, pero como la de tantos que trabajan ante un ordenador. No se detiene si debe viajar. Ha estado varias veces en Estados Unidos para someterse a algunas intervenciones y poder sacar el máximo partido funcional a los músculos de sus brazos. Así consigue manejar una silla convencional sin motor, utilizar por sí mismo un teléfono, abrir y cerrar una puerta, hojear un libro, teclear. Me parece que ha logrado esta actividad física, que tenía impedida por su lesión, gracias al interés que ha puesto en salir adelante con las ayudas humanas y técnicas con que ha podido contar. Además es optimista. Sabe que tiene muchas dificultades para trabajar y, en general, para desenvolverse, y que debe vigilar mucho su salud, como todos los que padecemos lesiones medulares; pero quiere vivir lo mejor que pueda y le permitan sus limitaciones.

        Una mujer joven con una lesión parecida saca adelante, con la ayuda de su marido, a sus dos pequeños hijos gemelos y continúa dando clases, como antes del accidente. Comí con ellos en un restaurante y ella se lamentaba de distintas dificultades que encuentra para desenvolverse, porque no están organizadas las cosas en su ambiente para que un tetrapléjico pueda superar, con cierta facilidad, obstáculos físicos e incomprensiones de algunos. Por eso se siente en inferioridad. No porque le falte razón sino porque le falta movimiento. No se rinde sin embargo; y, mientras se queja y se rebela, mantiene la ilusión. Y sigue trabajando desde la silla.

        También conozco de primera mano el caso de otros –no los juzgo– que, con lesiones medulares más favorables –interrupción a partir de C-7–, no se levantan de la cama y desearían morir.

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