sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Voz de papel
Olga Bejano

Médicos jóvenes

        Aparte de los médicos que siguen permanentemente mi caso, otros doctores suelen colaborar como ayudantes. Son un grupo de médicos jóvenes en cada departamento que permanecen en la Clínica sólo mientras dura su residencia.

        César es residente de neurología y lo recuerdo desde el principio de mi ingreso. Me visitaba con mucha frecuencia y, sin querer, fui conociendo distintos detalles de su vida y de sus proyectos. Era una persona familiar que me alegraba ver por su optimismo y su deseo permanente de ayudarme en lo que pudiera. Como el día de mi primera salida al aire libre. Allí estuvo él, con la doctora al frente, cómo no.

        Era mi primera salida al aire de la calle, tras tres meses y medio de vivir permanentemente bajo techo. Se trataba de probar la progresiva adaptación al ambiente ordinario que iba a encontrarme pocos meses después al salir de la Clínica. Ya me manejaban a diario con la silla por el interior del edificio: iba al oratorio todos los días, al servicio de rehabilitación, a las consultas cuando era necesario o a otras habitaciones de visita. Pero como todavía no había salido a la calle, era una experiencia pendiente que se me planteaba como una novedad intrigante.

        Como siempre en estas ocasiones, la doctora lo había previsto todo. Con tiempo, recibí su invitación para ir de excursión, el día de la Virgen del Carmen –16 de julio– a "los castaños". Se trata de unos cuantos castaños de Indias que crecen junto a la Facultad de Ciencias, justo enfrente de la Clínica: desde mi cama veía a diario el edificio, pero no los castaños porque están detrás.

        Con la emoción, discreta pero evidente, de enfrentarme a una experiencia nueva, bajamos hasta la salida de urgencias la doctora de Castro, César, mi acompañante de ese día y yo. Nunca hasta entonces había estado en urgencias durante los últimos meses, aparte del día del ingreso. Por eso fue un pequeño acontecimiento, tanto para mí como para los sanitarios que tienen allí su cuartel general, habituados hasta entonces a verme sólo en la habitación o en las consultas. Se hicieron los típicos comentarios graciosos y bromas sobre mi salida, que tomaba tintes de aventura.

        Tras despedirnos, descendimos con cierto desenfado la empinada cuesta de urgencias. Yo marcha atrás, para que no pudiera caerme hacia adelante, puesto que no tengo control de cintura y no llevaba cinturón. Enseguida llegamos al nivel de la calzada, que es necesario atravesar para entrar en las inmediaciones del edificio de Ciencias. Es una calle bastante transitada en los dos sentidos y debíamos cruzarla despacio, al ritmo de la silla, por un lugar no previsto para peatones. Parece que estoy viendo a la doctora con su bata blanca deteniendo la circulación, en uno de los sentidos, con gesto de pedir comprensión y paciencia para un pobre..., mientras César detenía a los que circulaban en sentido contrario. Disfruté con el pequeño show, imaginándome que contemplaba la escena desde una de las ventanas de la Clínica: mi pequeña doctora y el gran César imponiéndose con decisión a los conductores, mientras aprovechábamos la coyuntura para pasar con rapidez. Aquella señora de bata blanca era mucho más que un médico e incluso bastante más que una terapeuta ocupacional, por más que simplemente dijera que había asumido también esta tarea porque alguien debía hacerlo.

        Al llegar al otro lado de la calzada avanzamos con decisión hasta el grupo de árboles, meta de nuestra excursión. Muy pocos minutos duró el trayecto, pero los suficientes para comprobar que el asfalto es más desagradable que el pulido pavimento de la Clínica, al menos para los que debemos ir en silla de ruedas. Era la primera vez que salía a la calle y me molestaba la mínima irregularidad del terreno. Es lo que debe sentir también un niño cuando abandona por primera vez su cuna. Pero, en cuanto a irregularidades del terreno, lo peor estaba todavía por llegar. Porque los castaños no los debíamos contemplar desde la vía pública. Había que estar allí. Debajo de ellos. En concreto, debía instalarme sobre el césped raquítico que malcrecía a la sombra de la arboleda. Aquello sí que era un terreno accidentado. Fue necesario, después de los botes sobre la hierba, buscar un punto donde la silla descansara horizontalmente para poder reposar un rato en posición equilibrada, pues peligraba mi estabilidad por lo irregular de la superficie.

        Después de tanta aventura, y cuando lo razonable hubiera sido disfrutar de la tarde por lo menos un rato, comenzó a levantarse un vientecillo molesto y empezaron a caer algunas gotas. Rápidamente, hubo que batirse en retirada, no fuera a acabar pasada por agua la excursión. Y así, a todo correr, llegamos otra vez a urgencias, sin haber lamentado desgracias personales y con la satisfacción de otro importante objetivo cubierto.

        Justo cuando parecía que habían pasado todos los riesgos, estuvo a punto de suceder lo peor. Estaba ya tranquilo y satisfecho después de las emociones de la tarde y un poco cansado, y pedí que me pusieran en la cama. Se encargaron los mismos sanitarios de otras veces que, con más sorpresa que yo, contemplaron cómo la silla se desarmaba de pronto debajo de mí, en el momento en que intentaban pasarme a la cama. Se llevaron un buen susto y se sintieron culpables pensando que habían hecho algo mal, sin saber exactamente qué.

        Con Jorge, otro de los residentes de neurología, he tenido también mucho trato. Es más sobrio en sus expresiones, pero tremendamente eficaz: me daba gran seguridad. Ahora trabaja en una clínica de Chicago. Con otros he tenido menos relación, pero los recuerdo agradecido y me alegra verlos por los pasillos de la Clínica, o saber que, terminada la especialidad, encuentran trabajo en otros hospitales. Casi todos, por ley de vida, acaban desapareciendo y se van a trabajar a otras ciudades.

        Después de la buena experiencia de la visita a los castaños convenía continuar con las salidas para fomentar al máximo mi reincorporación a ambientes normales. Comencé a salir a dar una vuelta todos los días –convenientemente abrigado, eso sí– por los alrededores de la Clínica. Pronto se convirtieron en lugares habituales de paseo el aparcamiento de la Clínica Virgen del Camino, la ermita del campus, la bajada hasta la Venta de Andrés, la variante. Alguna vez, incluso, nos lanzamos a rodar por los caminos del campus.

        Pero lo mejor era salir con alguna intención concreta, más que salir por salir. Por ejemplo, el plan que me sugirió César de visitar el animalario de la Facultad de Ciencias, concretamente los monos. Ocurrió muy pocos días después de la excursión a los castaños.

        El lugar donde habitan estos animales está bastante próximo. Se repetiría de alguna forma la excursión, pero con la ausencia de la doctora: me parece que los bichos no le hubieran hecho demasiada gracia. Comenzando por el olor, lógico en los animales, que me hizo recordar viejos tiempos, cuando los bichos eran mi principal atracción. De eso hacía ya muchos años pero, sin embargo, aquel tufillo me resultaba conocido. Había más o menos una docena de monos perfectamente parkinsonianos, que sirven para el estudio de esa enfermedad y su tratamiento. Los temblores típicos los tienen por la medicación que reciben. Vistos de modo superficial podrían inspirar compasión, como si de personas se tratase, pero yo prefiero pensar que contribuyen de modo muy valioso al progreso de la ciencia y a que bastantes humanos puedan aliviarse de la enfermedad.

        La cosa tampoco daba para más y después de observar con cierto detenimiento a los primates y su entorno, nos hicieron unas fotos con las jaulas y los monos al fondo y salimos rumbo a la Clínica para contar la curiosa y entretenida experiencia.

Para evitar infecciones

        Con la sonda vesical tenía garantizadas las infecciones. Así lo demostraban los análisis que me hacían de forma sistemática. Tomaba antibióticos... pero, en el mejor de los casos, mantenía unas décimas de fiebre que delataban la infección. La solución de la fiebre y del malestar consiguiente era el colector: una cubierta elástica que se adhiere externamente y conecta con la bolsa de la orina. Al no ser algo interno como la sonda, el riesgo de infección es mucho menor.

        La fiebre no me molestaba casi nada si eran pocas décimas, pero en cualquier momento podía subir más. Era un riesgo continuo y, de hecho, tuve que volver a la UCI –poco más de veinticuatro horas– por una de esas infecciones, que me dejó la tensión arterial bajísima, hasta el punto de que me mareaba acostado. Por otra parte, los antibióticos no son inocuos, algunos me afectan al oído.

        Con todo, los primeros estudios que hicieron contraindicaban en mi caso el cambio de sistema. Más adelante, cuando los resultados fueron al fin favorables, se decidieron a cambiar y desapareció así el problema por estas infecciones.

        Además, casi a la vez, hubo otro progreso en esta línea. Desde el día siguiente a la operación, me cambiaban a diario la cánula metálica que cerraba el traqueostoma. Afortunadamente tuve pocas complicaciones respiratorias durante esta época de la quinta y si esperaron varios meses a cerrarme el orificio del cuello fue por precaución: querían los médicos estar muy seguros de que respiraba bien por mí mismo antes de prescindir del traqueostoma, pues esa abertura me haría falta para conectar un respirador en caso de necesidad.

        Estaba deseando, por librarme de una rareza sobre todo, que me cerraran el cuello. No sentía más molestia que la incomodidad de la diaria manipulación, pero fue un alivio, en todo caso, verme otra vez el cuello como antes.

Primeras confesiones

        La primera confesión que administré después del accidente fue una sorpresa para mí. No tengo ningún otro recuerdo de aquel acto sacramental. Debió de ser en la habitación de la tercera planta ya que, estando en la quinta, las charlas de dirección espiritual y las confesiones fueron ocupándome, en general, momentos del día expresamente reservados.

        Como era conocida mi condición de sacerdote y enseguida comenzaron a visitarme bastantes personas con las que trataba en la Universidad, sabía que, cuando menos lo pensara, alguno me pediría que lo oyese en confesión. Por eso, le pregunté a otro sacerdote más experto, si podía absolver sin hacer con las manos los gestos que están indicados para el rito del Sacramento de la Penitencia. Quería sólo confirmar, para mayor tranquilidad, que no era necesario realizarlos en mi situación. La respuesta fue afirmativa.

        Enseguida noté, administrando los sacramentos y también cuando fui teniendo la oportunidad de dirigirme a grupos predicando, en charlas de formación espiritual y, más adelante, en las clases de Teología, que me sentía el mismo de antes.

        Cuando pude mantenerme en la silla el tiempo suficiente pasaba ratos en un confesionario de la Clínica. Y pronto tuve un pequeño horario público de confesiones que mantengo en la actualidad. Me sentía capaz de confesar durante horas como antes, pero tenía miedo de quedarme encerrado y no poder salir. Una simple alarma antirrobo de coche sirve para conectarme con el que me acompaña: cuando lo deseo, oprimo con la barbilla un interruptor junto al mando de la silla y suena un pitido, pero únicamente en el receptor de mi acompañante. Lo suelo utilizar sólo para avisar que ya deseo salir. Con esta precaución, que está siempre instalada en la silla y pasa totalmente inadvertida, me siento seguro en cualquier lugar cerrado, si alguien tiene conectado a cierta distancia el receptor.

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