|
Médicos jóvenes
Aparte
de los médicos que siguen permanentemente mi caso, otros doctores
suelen colaborar como ayudantes. Son un grupo de médicos jóvenes
en cada departamento que permanecen en la Clínica sólo
mientras dura su residencia.
César
es residente de neurología y lo recuerdo desde el principio de
mi ingreso. Me visitaba con mucha frecuencia y, sin querer, fui conociendo
distintos detalles de su vida y de sus proyectos. Era una persona familiar
que me alegraba ver por su optimismo y su deseo permanente de ayudarme
en lo que pudiera. Como el día de mi primera salida al aire libre.
Allí estuvo él, con la doctora al frente, cómo
no.
Era
mi primera salida al aire de la calle, tras tres meses y medio de vivir
permanentemente bajo techo. Se trataba de probar la progresiva adaptación
al ambiente ordinario que iba a encontrarme pocos meses después
al salir de la Clínica. Ya me manejaban a diario con la silla
por el interior del edificio: iba al oratorio todos los días,
al servicio de rehabilitación, a las consultas cuando era necesario
o a otras habitaciones de visita. Pero como todavía no había
salido a la calle, era una experiencia pendiente que se me planteaba
como una novedad intrigante.
Como
siempre en estas ocasiones, la doctora lo había previsto todo.
Con tiempo, recibí su invitación para ir de excursión,
el día de la Virgen del Carmen 16 de julio a "los
castaños". Se trata de unos cuantos castaños de Indias
que crecen junto a la Facultad de Ciencias, justo enfrente de la Clínica:
desde mi cama veía a diario el edificio, pero no los castaños
porque están detrás.
Con
la emoción, discreta pero evidente, de enfrentarme a una experiencia
nueva, bajamos hasta la salida de urgencias la doctora de Castro, César,
mi acompañante de ese día y yo. Nunca hasta entonces había
estado en urgencias durante los últimos meses, aparte del día
del ingreso. Por eso fue un pequeño acontecimiento, tanto para
mí como para los sanitarios que tienen allí su cuartel
general, habituados hasta entonces a verme sólo en la habitación
o en las consultas. Se hicieron los típicos comentarios graciosos
y bromas sobre mi salida, que tomaba tintes de aventura.
Tras
despedirnos, descendimos con cierto desenfado la empinada cuesta de
urgencias. Yo marcha atrás, para que no pudiera caerme hacia
adelante, puesto que no tengo control de cintura y no llevaba cinturón.
Enseguida llegamos al nivel de la calzada, que es necesario atravesar
para entrar en las inmediaciones del edificio de Ciencias. Es una calle
bastante transitada en los dos sentidos y debíamos cruzarla despacio,
al ritmo de la silla, por un lugar no previsto para peatones. Parece
que estoy viendo a la doctora con su bata blanca deteniendo la circulación,
en uno de los sentidos, con gesto de pedir comprensión y paciencia
para un pobre..., mientras César detenía a los que circulaban
en sentido contrario. Disfruté con el pequeño show, imaginándome
que contemplaba la escena desde una de las ventanas de la Clínica:
mi pequeña doctora y el gran César imponiéndose
con decisión a los conductores, mientras aprovechábamos
la coyuntura para pasar con rapidez. Aquella señora de bata blanca
era mucho más que un médico e incluso bastante más
que una terapeuta ocupacional, por más que simplemente dijera
que había asumido también esta tarea porque alguien debía
hacerlo.
Al
llegar al otro lado de la calzada avanzamos con decisión hasta
el grupo de árboles, meta de nuestra excursión. Muy pocos
minutos duró el trayecto, pero los suficientes para comprobar
que el asfalto es más desagradable que el pulido pavimento de
la Clínica, al menos para los que debemos ir en silla de ruedas.
Era la primera vez que salía a la calle y me molestaba la mínima
irregularidad del terreno. Es lo que debe sentir también un niño
cuando abandona por primera vez su cuna. Pero, en cuanto a irregularidades
del terreno, lo peor estaba todavía por llegar. Porque los castaños
no los debíamos contemplar desde la vía pública.
Había que estar allí. Debajo de ellos. En concreto, debía
instalarme sobre el césped raquítico que malcrecía
a la sombra de la arboleda. Aquello sí que era un terreno accidentado.
Fue necesario, después de los botes sobre la hierba, buscar un
punto donde la silla descansara horizontalmente para poder reposar un
rato en posición equilibrada, pues peligraba mi estabilidad por
lo irregular de la superficie.
Después
de tanta aventura, y cuando lo razonable hubiera sido disfrutar de la
tarde por lo menos un rato, comenzó a levantarse un vientecillo
molesto y empezaron a caer algunas gotas. Rápidamente, hubo que
batirse en retirada, no fuera a acabar pasada por agua la excursión.
Y así, a todo correr, llegamos otra vez a urgencias, sin haber
lamentado desgracias personales y con la satisfacción de otro
importante objetivo cubierto.
Justo
cuando parecía que habían pasado todos los riesgos, estuvo
a punto de suceder lo peor. Estaba ya tranquilo y satisfecho después
de las emociones de la tarde y un poco cansado, y pedí que me
pusieran en la cama. Se encargaron los mismos sanitarios de otras veces
que, con más sorpresa que yo, contemplaron cómo la silla
se desarmaba de pronto debajo de mí, en el momento en que intentaban
pasarme a la cama. Se llevaron un buen susto y se sintieron culpables
pensando que habían hecho algo mal, sin saber exactamente qué.
Con
Jorge, otro de los residentes de neurología, he tenido también
mucho trato. Es más sobrio en sus expresiones, pero tremendamente
eficaz: me daba gran seguridad. Ahora trabaja en una clínica
de Chicago. Con otros he tenido menos relación, pero los recuerdo
agradecido y me alegra verlos por los pasillos de la Clínica,
o saber que, terminada la especialidad, encuentran trabajo en otros
hospitales. Casi todos, por ley de vida, acaban desapareciendo y se
van a trabajar a otras ciudades.
Después
de la buena experiencia de la visita a los castaños convenía
continuar con las salidas para fomentar al máximo mi reincorporación
a ambientes normales. Comencé a salir a dar una vuelta todos
los días convenientemente abrigado, eso sí
por los alrededores de la Clínica. Pronto se convirtieron en
lugares habituales de paseo el aparcamiento de la Clínica Virgen
del Camino, la ermita del campus, la bajada hasta la Venta de Andrés,
la variante. Alguna vez, incluso, nos lanzamos a rodar por los caminos
del campus.
Pero
lo mejor era salir con alguna intención concreta, más
que salir por salir. Por ejemplo, el plan que me sugirió César
de visitar el animalario de la Facultad de Ciencias, concretamente los
monos. Ocurrió muy pocos días después de la excursión
a los castaños.
El
lugar donde habitan estos animales está bastante próximo.
Se repetiría de alguna forma la excursión, pero con la
ausencia de la doctora: me parece que los bichos no le hubieran hecho
demasiada gracia. Comenzando por el olor, lógico en los animales,
que me hizo recordar viejos tiempos, cuando los bichos eran mi principal
atracción. De eso hacía ya muchos años pero, sin
embargo, aquel tufillo me resultaba conocido. Había más
o menos una docena de monos perfectamente parkinsonianos, que sirven
para el estudio de esa enfermedad y su tratamiento. Los temblores típicos
los tienen por la medicación que reciben. Vistos de modo superficial
podrían inspirar compasión, como si de personas se tratase,
pero yo prefiero pensar que contribuyen de modo muy valioso al progreso
de la ciencia y a que bastantes humanos puedan aliviarse de la enfermedad.
La
cosa tampoco daba para más y después de observar con cierto
detenimiento a los primates y su entorno, nos hicieron unas fotos con
las jaulas y los monos al fondo y salimos rumbo a la Clínica
para contar la curiosa y entretenida experiencia.
Para evitar infecciones
Con
la sonda vesical tenía garantizadas las infecciones. Así
lo demostraban los análisis que me hacían de forma sistemática.
Tomaba antibióticos... pero, en el mejor de los casos, mantenía
unas décimas de fiebre que delataban la infección. La
solución de la fiebre y del malestar consiguiente era el colector:
una cubierta elástica que se adhiere externamente y conecta con
la bolsa de la orina. Al no ser algo interno como la sonda, el riesgo
de infección es mucho menor.
La
fiebre no me molestaba casi nada si eran pocas décimas, pero
en cualquier momento podía subir más. Era un riesgo continuo
y, de hecho, tuve que volver a la UCI poco más de veinticuatro
horas por una de esas infecciones, que me dejó la tensión
arterial bajísima, hasta el punto de que me mareaba acostado.
Por otra parte, los antibióticos no son inocuos, algunos me afectan
al oído.
Con
todo, los primeros estudios que hicieron contraindicaban en mi caso
el cambio de sistema. Más adelante, cuando los resultados fueron
al fin favorables, se decidieron a cambiar y desapareció así
el problema por estas infecciones.
Además,
casi a la vez, hubo otro progreso en esta línea. Desde el día
siguiente a la operación, me cambiaban a diario la cánula
metálica que cerraba el traqueostoma. Afortunadamente tuve pocas
complicaciones respiratorias durante esta época de la quinta
y si esperaron varios meses a cerrarme el orificio del cuello fue por
precaución: querían los médicos estar muy seguros
de que respiraba bien por mí mismo antes de prescindir del traqueostoma,
pues esa abertura me haría falta para conectar un respirador
en caso de necesidad.
Estaba
deseando, por librarme de una rareza sobre todo, que me cerraran el
cuello. No sentía más molestia que la incomodidad de la
diaria manipulación, pero fue un alivio, en todo caso, verme
otra vez el cuello como antes.
Primeras confesiones
La
primera confesión que administré después del accidente
fue una sorpresa para mí. No tengo ningún otro recuerdo
de aquel acto sacramental. Debió de ser en la habitación
de la tercera planta ya que, estando en la quinta, las charlas de dirección
espiritual y las confesiones fueron ocupándome, en general, momentos
del día expresamente reservados.
Como
era conocida mi condición de sacerdote y enseguida comenzaron
a visitarme bastantes personas con las que trataba en la Universidad,
sabía que, cuando menos lo pensara, alguno me pediría
que lo oyese en confesión. Por eso, le pregunté a otro
sacerdote más experto, si podía absolver sin hacer con
las manos los gestos que están indicados para el rito del Sacramento
de la Penitencia. Quería sólo confirmar, para mayor tranquilidad,
que no era necesario realizarlos en mi situación. La respuesta
fue afirmativa.
Enseguida
noté, administrando los sacramentos y también cuando fui
teniendo la oportunidad de dirigirme a grupos predicando, en charlas
de formación espiritual y, más adelante, en las clases
de Teología, que me sentía el mismo de antes.
Cuando
pude mantenerme en la silla el tiempo suficiente pasaba ratos en un
confesionario de la Clínica. Y pronto tuve un pequeño
horario público de confesiones que mantengo en la actualidad.
Me sentía capaz de confesar durante horas como antes, pero tenía
miedo de quedarme encerrado y no poder salir. Una simple alarma antirrobo
de coche sirve para conectarme con el que me acompaña: cuando
lo deseo, oprimo con la barbilla un interruptor junto al mando de la
silla y suena un pitido, pero únicamente en el receptor de mi
acompañante. Lo suelo utilizar sólo para avisar que ya
deseo salir. Con esta precaución, que está siempre instalada
en la silla y pasa totalmente inadvertida, me siento seguro en cualquier
lugar cerrado, si alguien tiene conectado a cierta distancia el receptor.
siguiente
|