sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
La eutanasia examinada. Perspectivas éticas, clínicas y legales
John Keown (compilador)

Mi silla y la Escuela

        Un problema que todavía persiste es el del equilibrio. Ocurre que con facilidad pierdo la vertical: si me caigo para un lado o hacia adelante, no soy capaz de recuperarme y debo recurrir a quien me acompaña para que me enderece. Menos mal que el problema va a menos según pasa el tiempo. He aprendido algunos recursos para recuperarme que me sirven hasta cierto punto.

        En un terreno inclinado o de pavimento irregular mi equilibrio es bastante precario, por más que trate por todos los medios de hacer fuerza para no caerme. No sé si llegaría al suelo, nunca me ha sucedido. Pero, de vez en cuando, me quedo totalmente "vendido", con el cuerpo casi colgando hacia un lateral, sin posibilidad de recuperar la vertical, a favor de la pendiente y sin poder llegar con la barbilla al mando de control para dirigir la silla. Es de lo más molesto y me hace experimentar con claridad lo dependiente que soy. Si no fuera por mi acompañante, ahí me quedaría agotándome por enderezarme. Basta sólo con un pequeño empujón, en el hombro izquierdo casi siempre, y todo solucionado. Casi nada, ya lo sé. Pero imprescindible.

        La falta de tono muscular en el tronco me ha convertido en una especie de muñeco de trapo flácido, que se cae hacia cualquier lado desde la posición vertical, según el movimiento y la inercia de la cabeza y los hombros. Lo noto, sobre todo, en el coche, cuando sólo llevo el cinturón de seguridad corriente. Los cambios de dirección casi siempre son peligrosos, aunque vayamos a velocidad discreta. En las curvas a la derecha me inclino hacia la izquierda y al revés en las curvas a la izquierda. Cuando vamos cuesta arriba no hay problema, ya que me sostiene el respaldo; pero si la pendiente es hacia abajo y bastante pronunciada, me voy hacia adelante. Es imprescindible tomarse esta batalla cotidiana con buen humor.

        En mis paseos con la silla por el campus de la Universidad tuve buena experiencia de este problema. Más de una vez casi llegué a la Escuela de Arquitectura. Ganas no me faltaron de acercarme, pero sí el tiempo necesario. Esperé a poder ir con la furgoneta para ahorrar el tiempo del trayecto en silla: posiblemente más de una hora entre ida y vuelta.

        Cuando por fin pude ir a la Escuela, avisé para que supieran que iba a entrar por la puerta del Laboratorio de Edificación. Es el único acceso que entonces tenía rampa. Sin pretenderlo, aunque de algún modo era inevitable, con mi llegada capté la atención de la gente. Detenido por los saludos, se improvisó una concurrida bienvenida con la que no contaba y que alargó la visita más de lo que había previsto. Me sentí un poco incómodo por ser el centro de un alegre e improvisado barullo, pero estaba también contento al ver el afecto de la gente. Algunos no me habían visto desde el accidente y así pude saludarlos sin tener que pasarme por cada despacho. Se mezclaban de modo espontáneo directivos, profesores y alumnos con señoras de la limpieza, el que hace las fotocopias y los que atienden el bar.

        En ese clima de fiesta las preguntas y los comentarios procedían de todos, pero en el fondo coincidían. Primero:

        ––¿Cómo está? ¡Qué bien se le ve!

        Y a continuación:

        ––¿Cuándo volverá?

        Es lo que más deseaba y así lo manifesté. Eran evidentes las dificultades para instalarme en la Escuela con aquel armatoste de silla. Haría falta habilitar otro despacho en la planta baja donde pudiera estar, recibir alumnos y trabajar con el ordenador; pues, por entonces, no había ascensor.

Setas

        Con el otoño aparecieron setas en mi habitación. Me las trajo Eduardo, sacerdote, amigo, colega de capellanía en la Universidad y compañero de salidas micológicas, además de excelente y divertido intelectual. Navarra es un paraíso para el setero y algunos nos aficionamos al llegar aquí. Yo soy manchego y a mucha honra; Eduardo, uruguayo: su acento lo delata. Vive cerca de la Clínica y venía a verme con cierta frecuencia. Me contaba que estaban saliendo hongos, como llaman aquí al apreciadísimo Boletus edulis. Entre bromas y veras no me terminaba de creer que fuera capaz de traerme algunos.

        Pero sí: se presentó con una pequeña cazuela que habían preparado en su casa para que los probara. De sobra sabíamos que era contravenir las más elementales normas de cualquier clínica, pero en fin... No tratamos, por otra parte, de ocultarlo y el inconfundible olor del guiso inundó el pasillo. Enseguida apareció Ana, con aspecto enfadado. Sentía la obligación de cumplir con su deber de supervisora, lo cumplía llamándome la atención, pero pienso que en el fondo no le pareció mal.

        Lo más divertido de las setas es recogerlas; cocinarlas y comerlas es lo que llamo "cerrar el ciclo", un ciclo que comienza con el conocimiento teórico de las diversas especies y la excursión de búsqueda. Con el regusto de aquella cosecha en el paladar, se me ocurrió que sería posible recorrer el ciclo completo en silla de ruedas, haciendo –claro está– algunas adaptaciones. A Eduardo le pareció bien la idea y, de hecho, nos pusimos a pasar revista a varios lugares que conocemos donde sería más sencillo llevar a cabo la operación. Habría que comprobar la capacidad de la silla en terrenos accidentados.

Con la gente de siempre

        Aunque fueron decisivos los primeros contactos con el exterior después del accidente, fue propiamente la Novena de la Inmaculada –en los primeros días de diciembre– el momento en que se confirmó que podía no sólo relacionarme como antes, sino trabajar como sacerdote también en un ambiente difícil.

        Para todos los que estuvieron al tanto de mi reaparición ante el gran público en el Polideportivo de la Universidad, fue poco menos que una hazaña aguantar todos los días el tiempo previsto de confesionario, con el trajín de ida y vuelta a la Clínica que esto suponía. Me ilusionaba mucho volver también este año a la Novena. No había faltado desde que llegué a la Universidad. La doctora de Castro me animaba: pensaba que estaba en condiciones de aguantar si tomábamos algunas precauciones, y eso hicimos.

        Lo primero era disponer de un confesionario. No fue complicado, pero tuve que avisar a los organizadores que iría como todos los años. En principio, no contaban conmigo. A partir de entonces comencé a anunciar mi reaparición pública como sacerdote, más pública que la de Torre I. Luego había que estudiar con detalle la entrada y la salida, para evitar sorpresas en el acceso y no estar innecesariamente a la intemperie. Emplearía la silla pequeña para facilitar las maniobras, pues hubiera sido demasiado complicado con la eléctrica –hacía pocos días que la tenía–, por el tamaño y los escalones que es necesario salvar. Por supuesto que iría muy abrigado, pues era diciembre, los confesionarios están en un lugar abierto y sin calefacción.

        Aparte de la abundante actividad sacerdotal y aunque entraba y salía deprisa, era inevitable que me pararan algunos entre los miles que suelen acudir a la Novena, entre alumnos, profesores y otros trabajadores de la Universidad. Eran momentos de alegría, de sorpresas, de hacer planes, de concertar citas para otro momento... Y todo rapidísimo, porque yo a lo que iba era a confesar.

        Para la mayoría resultaba una temeridad, un riesgo excesivo e innecesario. A mí no me parecía que fuera para tanto, pero sí una cierta aventura que me encantaba, pero a la que estaba dispuesto a renunciar en cuanto viera que no podía. Además, para seguridad de todos, la doctora de Castro, como siempre, iba a seguir muy de cerca mi estado. Por fortuna, todo fue bien en esta ocasión; y el estar de nuevo en contacto con muchos conocidos acrecentó mis deseos de volver a la vida universitaria. Me sentía realmente bien.

        Después de la Novena, los residentes de la Torre me invitaron a la tradicional cena de Navidad que se suele celebrar en los comedores universitarios. Había comido allí a diario durante tres cursos y, aunque no podría volver de modo habitual, sí en algunas ocasiones más señaladas, más festivas. La celebración de la Navidad se anticipaba algunos días porque los residentes están en sus casas para esa fecha.

        Después de la meditación ante el Belén salimos para los comedores con nuestras mejores galas. Todo llama la atención: es como si se encarnara, por una noche también, el cuento de Cenicienta. Las mesas, con manteles "de fiesta" y colocadas en una disposición especial, dan realce a la gran sala. Las viandas ya dispuestas en las mesas han sustituido al trajín del autoservicio. No faltan el vino ni el champán. En el ambiente flota un especial deseo por parte de todos de ser gratos con los demás: es Navidad.

        Un momento cumbre –esperado en secreto por los veteranos– que supone una sorpresa para los demás es la entrada triunfal del cocinero. De blanco impecable con su inmenso gorro, hace aparición transportando grandes bandejas, con preciosos y dorados cochinillos recién salidos del horno. Es recibido en clamor de aplausos. Luego los brindis, el postre extraordinario e incluso algún villancico. Pero para entonces ya me he marchado, porque el postre no me conviene y la despedida se puede alargar.

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