sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
El hombre en busca de sentido
Viktor E. Frankl

Magdalena

        Un sábado apareció la doctora de Castro en el gimnasio, después de la sesión de rehabilitación, con otra mujer de bata blanca. Se trataba de Magdalena, enfermera, amiga de la doctora y esposa de otro de los médicos del Departamento de Neurología. No trabaja en la Clínica, aunque durante años lo ha hecho. Ahora ejerce su profesión en centros públicos. Tiene la experiencia de muchos años de ejercicio en los más diversos ambientes, y conoce por tanto como nadie los cuidados de enfermería que necesitan los pacientes como yo, así como las posibilidades reales de ocuparse de ellos, según las circunstancias de cada persona, y el entorno familiar con el que se cuenta en cada caso.

        Aquella inesperada presentación era para que pudiera plantear con claridad lo que me inquietara, respecto a los cuidados que iba a necesitar fuera de la Clínica, desde el momento de mi alta. Una vez más, la doctora salía al paso de lo que suponía una dificultad, no tanto para mi correcta atención extrahospitalaria, cuanto para que le perdiera el miedo a la calle: era evidente que estaba demasiado prevenido de la eficacia de los cuidados que me podían ofrecer en casa. Tenía, entre otras, la preocupación de cómo me harían el aseo. Lo consideraba un rito bastante laborioso, y no me imaginaba cómo podrían llevarlo a cabo unos inexpertos.

        Era bastante frecuente que me encontrara en una situación contradictoria de este tipo: por una parte, estaba convencido de que no habría razones importantes que pudieran frenar mi reincorporación a la actividad que había dejado por el accidente; y, por otra, me parecía imposible superar los evidentes obstáculos cuando recapacitaba en cada uno de ellos. Por ejemplo, no me imaginaba cómo se resolvería en casa una de mis inquietudes de entonces: el aseo.

        Me animó por eso saber que, a pesar de lo complicado que me parecía, es un tipo de tarea bastante frecuente también en las casas, de la que se encarga sin problemas la familia. Era caer en la cuenta de lo evidente: no soy el primero del mundo ni tampoco el único.

        Pero aquel día se pusieron también de manifiesto varias disparidades de criterio sobre algo tan importante como el tipo de personas que convenía que se ocuparan directamente de mi atención. Pensaba Magdalena que sin la intervención directa en los cuidados cotidianos de al menos una mujer, mi atención sería deficiente. Me gustó mucho que expresara con toda claridad las razones que, según ella, hacían imprescindible una psicología femenina para la atención que yo necesitaba. A su modo de ver, sólo una mujer podría estar en los detalles tan concretos y numerosos que es necesario cuidar en casos como el mío. Se supone que el varón, de suyo, tiende más bien a estar en los grandes planteamientos de tipo general y no tanto en lo cotidiano y en esa constancia en el cuidado concreto que yo necesito. La verdad es que no me parecieron definitivas sus argumentaciones.

        Pocos días después se confirmaron mis impresiones del primer día. En otra entrevista, Magdalena reconoció que podía marchar bien mi mantenimiento sanitario fuera de la Clínica, siempre que se siguiera la pauta acordada y con la conveniente supervisión. No sería necesario modificar el régimen habitual de mi casa y podríamos estar tranquilos.

        Me gustó la claridad con que se manifestó el primer día, rectificando en cierta medida en la segunda ocasión. De manera que, por la confianza que me merece y la disponibilidad que me brinda, acudo a ella cuando es necesario, para que supervise los cuidados de cada día: por ejemplo, si ha aparecido alguna alteración en la piel, que es casi lo más peligroso. En todo caso, cada cierto tiempo, cuando a la doctora le parece oportuno, la propia Magdalena hace una revisión de los aspectos que suelen ser más conflictivos dentro de su especialidad.

Viajes y visitas

        No me imaginaba que estando así pudiera viajar en coche sin unas especialísimas precauciones. Por eso las excursiones con Víctor me parecieron un triunfo y disfruté mucho. A Víctor me lo presentó Ter. Son muy amigos y pasábamos buenos ratos en la habitación. Pensaron que convenía sacarme fuera, que tuviera un domingo festivo como el resto de la gente, que aprovecha ese día para ir al campo, hacer una excursión de verdad o simplemente visitar un lugar agradable. Víctor parecía empeñado en que me lo pasara bien. Enseguida nos habíamos hecho amigos, pero, si cabe –y cabe–, Ter con esto disfrutaba más que yo.

        La primera vez sólo dimos una vuelta en coche, todavía con la silla pequeña desmontada en el maletero. En otras ocasiones hemos ido a comer a su casa: en Pamplona o en el campo, en la Ribera Navarra, para saborear, por ejemplo, los primeros espárragos de la temporada. Se repitieron y se repiten estas salidas, porque tanto ellos –su mujer y sus niñas– como yo lo pasamos muy bien.

        Una de las primeras experiencias de viaje en furgoneta, ya con la nueva silla, fue una breve excursión a la Sierra del Perdón, muy cercana a Pamplona. Procuramos escoger un día cálido para asegurar el éxito, ya que me afecta bastante el frío. La mañana tenía buena pinta; pero, al poco de salir, empezó a nublarse y a soplar un viento fresco de lo más desagradable. Se cumplía, una vez más, el famoso dicho: "si no te gusta el clima de Pamplona..., espera diez minutos". Me imagino que a alguien le gustarían las nubes y el fresco en ese momento. Se trataba, con aquella salida, de buscar un rato de distracción y hacer un desplazamiento por carretera en un tipo de vehículo que sería con el tiempo habitual para mí. Tratábamos de comprobar cómo toleraba la conducción en furgoneta.

        Como por entonces no podía subir con la silla al coche, era necesario cargarla en la parte trasera y luego subirme a mí –amarrado con el cinturón de seguridad– junto al conductor. Se intentaron diversas posturas y ajustes para acomodarme en el asiento, con el fin de que mantuviera la estabilidad a pesar del movimiento. Al final me quedé sentado, porque no era fácil hacer conmigo mucho más, aparte de ponerme el cinturón. Además me sentía más preocupado por la subida y bajada de la silla: con más de cien kilos, un error en la maniobra y un golpe podría ser fatal y me quedaría, no sé por cuánto tiempo, más mermado aún de movimientos. El vehículo, que tan mal me había caído en las primeras de cambio, se me hacía ya imprescindible.

        La doble operación de cargarme a mí y a la silla acabó por convertirse en algo rutinario: los que ayudaban demostraban mucha destreza, aunque me llevé más de un coscorrón con el marco de la puerta. No llegó la sangre al río nunca y menos aquella tarde, puesto que el problema no era de coscorrones sino de frío.

        Pronto se comprobó que podía soportar bastante bien el vehículo, la conducción y la duración del viaje. Sólo que había que estar atento en las curvas, porque con facilidad me iba hacia el lado contrario. El que tenía detrás asumió la tarea de enderezarme cada vez. Tardamos apenas media hora o tres cuartos pero parecía todo un reto en aquella época.

        Iban bien las cosas hasta que llegamos a un descampado, en el que pretendíamos desde la altura contemplar Pamplona y su cuenca, disfrutando de la claridad de la mañana. Ya sabía lo que iba a pasar. La temperatura se mantenía en la furgoneta por las ventanas cerradas y el calor de los que la ocupábamos: yo y media docena más, que se apuntaron a aquella histórica experiencia. Pero las nubes y el agitarse de las ramas de los árboles ponían de manifiesto que la realidad térmica en el exterior era distinta y, antes de bajar del coche, estaba ya pensando en el momento de la vuelta.

        Entrenamos la maniobra de bajada, como tarea pendiente que había que cumplir. No hubo problemas en el descenso y me pasearon unos instantes por una zona un poco más horizontal.

        No sé si fue mi deseo de mantener el plan y no desencantar a los que me acompañaban –felices de verme fuera de los cuidados del hospital– o la insistencia de alguno para que contemplara el paisaje, lo que hizo que permaneciéramos allí durante un rato que se me hizo larguísimo. Me parece que a la primera insinuación de que era ya un poco tarde, asentí y comenzamos la retirada, repitiendo la doble operación de carga que conocíamos. Ya en la furgoneta, me sentí más aliviado. Con la calefacción me repuse, mientras fuera llovía durante el regreso. Una vez en la Clínica, concluimos que la experiencia había sido interesante: no había habido problemas con el vehículo, pero volvió a comprobarse que soporto mal el frío.

        Todo resultó bastante más normal el día en que estuve comiendo con los padres de Ter: una nueva experiencia en mi proceso de reaparición en sociedad. El traslado, con la práctica que ya tenía de viajes en coche, resultó sencillo y también la subida al piso en un ascensor pequeño para mí. En la Clínica no tienen ninguna emoción los ascensores, son muy grandes. Pero en edificios corrientes casi siempre hay problemas para las sillas, al menos para la mía. Aparte de los escalones de acceso al portal, los ascensores suelen ser demasiado pequeños o quizá mi silla demasiado grande. Como otras veces bastó con quitar los apoyapiés. Suele ser suficiente por pequeño que sea el ascensor.

        La comida fue elegida y preparada con todo interés; pero, como de costumbre, no tenía apetito. Todos estaban al tanto de mi inapetencia y trataban de quitarle importancia. El ambiente de familia no podía ser más grato y me hizo descansar, también por lo que suponía de cambio. Como experiencia, fue de las más positivas para mi recuperación: la primera comida en una mesa después del accidente. Pero me supo mal no haber podido comer casi, con la ilusión que todos habían puesto.

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