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El
sentido del sufrimiento
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Miguel
Angel Monge, José Luis León
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Unos días en casa
Pensando
en la salida de la Clínica, que veíamos cada vez más
inminente, comenzaron a colaborar en mi aseo cotidiano algunos de los
que me acompañaban de modo habitual y serían los sustitutos
de Jorge en Aralar. Debo reconocer que fui demasiado exigente con aquellos
primeros, que por otro lado estaban sin duda algo sobrecogidos
por el tipo de labor que tenían que desempeñar y por su
inexperiencia.
Pero
aunque se hablaba cada vez más de dejar la Clínica, todavía
no estaba concretada la fecha. Sí supe en cambio, con cierta
antelación, que pasaría las navidades en casa. Las recientes
"excursiones" fuera de la Clínica habían confirmado que
podía salir al paso de las necesidades más habituales
en mi situación: cuidado con la temperatura, abundantes líquidos
para beber, cambios posturales, drenaje de la orina... Faltaba aún
experimentar lo que me parecía iba a ser la prueba de fuego definitiva
de mi capacidad de adaptación a la vida de la calle: una noche
fuera de la Clínica. Se trataba sólo de una prueba, para
sacar experiencia de los fallos con vistas a las navidades ya inminentes.
De
acuerdo con la doctora habíamos planeado todo para que no hubiera
problemas. Procuramos imitar lo más posible la vida de esas mismas
horas en la 503: en la comida, el modo de acostarme, los cambios posturales
nocturnos, el aseo por la mañana... Mejor no pudo ir. De golpe
se disiparon mis temores. Todo lo que me imaginaba complejísimo
discurrió sin problemas. Incluso dormí de un tirón.
Parecía que Aralar me sentaba bien. La cosa funcionó:
mi vida, que tenía que tiene tanto de peculiar, podía
desarrollarse también en casa, lejos físicamente de los
cuidados de la Clínica. Fue una gratificante comprobación.
Con
la experiencia tan positiva de la primera noche, no se me hacía
problemático pasar en Aralar varios días completos. Me
apetecían esas navidades en casa. Fueron días entrañablemente
normales. Al especial calor de hogar propio de las fechas se sumó
mi presencia. Tuve la impresión de que era yo para los demás
una singular ocasión de sentir que en el Opus Dei somos una familia
corriente, donde siempre hay alguno que físicamente está
más débil, más necesitado y que, por eso, es objeto
del desvelo y la simpatía de todos.
Pasaron
las fiestas y me encontraba tan bien que me animé a prolongar
aquella salida temporal hasta después de Reyes. De acuerdo con
la doctora, asistí a unos días de retiro espiritual en
el propio Aralar. Se trataba de un curso de cinco días previsto
para la primera semana del año. Asistiría a los actos
comunes programados algunas meditaciones y charlas y podría
organizarme para asegurar los cambios posturales. La experiencia en
su conjunto fue muy buena, pero había sido más de lo previsto
en un comienzo. Me sentía un poco cansado; contento, con confianza
e ilusionado ante la salida definitiva, pero con cierta añoranza
de la Clínica: de no tener que preocuparme, por ejemplo, del
frío y el equilibrio en la silla. Aún me faltaba resistencia
física y habilidad para manejarme en la compleja arquitectura
de la casa y acusaba demasiado los cambios de temperatura. Se veía
que, aparte de mucha atención y cariño, necesitaba que
pasara un poco de tiempo para ir fortaleciéndome hasta incorporar,
como otra naturaleza, este nuevo modo de vida "sobre la marcha".
Regresé
a la Clínica con la impresión del deber cumplido, pero
deseando descansar, no tener que ocuparme de controlar comidas, bebidas,
ayudantes, temperatura, horario... Para mi sorpresa, me había
acostumbrado de tal modo a la 503 y a su entorno, que se me hacía
especial y complejo lo más normal: una casa como Dios manda.
Caí en la cuenta enseguida de que me daba otra vez cierto miedo
abandonar la Clínica, o quizá era sólo pereza.
Pero no estaba dispuesto a conformarme con la blanda seguridad hospitalaria.
Reaccioné enseguida interiormente. Estaba decidido a volver a
la calle cuanto antes y de modo definitivo.
Un buen regalo de salida
Ese
curso académico había comenzado a utilizarse un nuevo
edificio en la Universidad para las Facultades de Derecho y Económicas.
Aunque funcionaba desde octubre con el comienzo de las clases
algunos detalles constructivos estaban sin concluir, por ejemplo en
el oratorio. Yo seguía la marcha de los últimos retoques
imprescindibles para su inauguración, porque sabía que
todo el edificio estaba proyectado sin barreras arquitectónicas.
Podría acceder sin problemas incluso a los confesionarios.
Se
inauguró por fin con el comienzo del segundo trimestre académico
y "tomé posesión" de un confesionario, de paso que regresaba
a la Clínica tras las navidades. Sólo tenían que
abrirme la puerta y podía situarme en la posición correcta
manejando la silla. Después, la estola y a esperar... Fue una
experiencia emocionante: volver, en mis condiciones de ahora, a atender
nueve meses después y de modo regular otra vez, un confesionario
en la Universidad. Enseguida me propusieron dar una meditación
semanal para alumnas en aquel oratorio. Era por la tarde y estuve predicándola
hasta final de curso. También concelebré allí varias
veces la Santa Misa.
Considerando
que en pocas semanas abandonaría la Clínica, puesto que
estaría capacitado para bastantes actividades en lugares diversos
y tendría que moverme bastante, pensábamos qué
vehículo sería el ideal. Ter coordinaba las indagaciones,
no del todo sencillas, porque soy más alto de lo habitual sentado
en la silla y la mayoría de los vehículos que se suelen
utilizar no me sirven. Nos ofrecían algunos sobreelevados pero
parecían demasiado grandes.
Comentando
el problema con Carmen, supervisora del Servicio de Rehabilitación,
me habló de una señora que disponía de un coche
preparado para transportar una silla de ruedas que ya no utilizaba,
porque su marido, antiguo propietario, había fallecido. Nos pusimos
en contacto con ella pensando que posiblemente querría vender
el coche, pero al saber para quién sería quiso regalarlo.
Fue necesario un arreglo de carrocería para lograr la altura
necesaria en la parte que yo ocuparía, pero resultó muy
discreto. Me colocaba en el interior con el solo impulso de la silla,
gracias a un sistema hidráulico que hacía bajar el fondo
del coche y una pequeña rampa. Lo utilicé dos años
sin problemas. Luego lo doné cuando compramos la furgoneta que
tengo ahora. De vez en cuando aún se ve por Pamplona y me acuerdo
con agradecimiento de aquella señora y de su buen regalo.
Con
posibilidades efectivas de trabajo en Derecho, en Arquitectura, en la
Torre, en la Clínica y ocupado también en Aralar el resto
del tiempo, sólo hacía falta que las infecciones me respetaran
lo suficiente para que me dieran de alta. A los médicos les pareció
que, por el momento, me respetaban, y me mandaron a casa.
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