Dos visitas del Padre
Estábamos
ya en septiembre y desde hacía varias semanas esperábamos
en Pamplona al Obispo Prelado del Opus Dei, al que en la Obra llamamos
familiarmente "Padre". Entre otros actos tenía previsto celebrar
una solemne Misa Pontifical en el polideportivo de la Universidad, a
la que se preveía una masiva asistencia. Era su primera visita
a Pamplona después de su ordenación episcopal en el mes
de enero.
Conocía
a don Alvaro del Portillo desde el año 72. Le había visto
en varias ocasiones, siempre junto al Fundador de la Obra, el beato
Josemaría Escrivá. Entonces era Secretario General del
Opus Dei. Entre 1978 y 1980 estuve en Roma haciendo parte de los cursos
de la licenciatura en Teología. Era ya Obispo Prelado del Opus
Dei, tras el fallecimiento del Fundador en 1975, y tuve la ocasión
de verle con frecuencia y de estar con él en encuentros informales.
Recuerdo el día en que, a solas, le manifesté mi disponibilidad
para ordenarme sacerdote si él lo veía conveniente, así
como otros encuentros casuales en la sede central del Opus Dei en Roma:
siempre sonriente, animante, con una palabra paternal de estímulo,
muchas veces exigente.
Eran
aproximadamente las seis y media de la tarde del día 4 de septiembre.
Estaba acostado me encontraba regular y me avisaron de que
Mons. Alvaro del Portillo estaba a punto de llegar. Enseguida entró
el Padre con varios más, entre ellos don Javier Echevarría,
actual Obispo Prelado del Opus Dei. En ese momento se encontraban en
la habitación mis padres, que me visitaban aquellos días
con la menor de mis hermanas, Rocío. Se encontró con ellos
nada más cruzar la puerta y se detuvo a saludarlos. Enseguida
se acercó a la cabecera de la cama y me besó. No se retiró
de allí en toda la visita.
Noté
que seguía con todo detalle mi situación. Me dijo que
podría ejercer mi ministerio sacerdotal, pues para ejercerlo
sólo es necesaria la voz y la intención, la voluntad,
y ésa ya la tenía. Le dije que, como no puedo mover las
manos, me levantan la mano en el momento de la consagración.
El Padre me respondió que muy bien, pero que tampoco es necesario
mover la mano, basta sólo con la voz y la intención, tanto
para celebrar la Misa como para confesar. Añadió don Javier
que además el Padre que es mi Ordinario me había
dispensado del empleo de las manos.
El
Padre me insistió en que, estando así, soy muy útil
para la Obra y un tesoro para todos, si soy muy fiel; que me puede parecer
que así no hago nada por la Obra, pero que no es así,
sino al contrario: puedo ser el que más ayuda.
Me
animó también a rezar por mi curación acudiendo
a la intercesión del beato Josemaría: pedir el milagro,
y que se realice cuanto antes.
Tienes
que tener por tu parte continuó diciéndome
el deseo de recuperarte por completo, y para ello pídeselo a
Dios, porque Él, como Padre nuestro, quiere lo mejor para sus
hijos, y quiere verte pronto curado, si es ésa Su voluntad.
Sabía
que el Padre, por su parte, estaba pidiendo a todo el mundo que rezara
por mí, por mi recuperación. Unos días antes, en
Madrid, en una tertulia en el colegio Retamar, habló de mí
a los asistentes y les pidió que me encomendaran.
La
visita del Padre tocaba a su fin. Al despedirse me dio la bendición,
la bendición para el viaje que es la vida, para que la lleve
con mucha alegría.
Desde
que llegó y se acercó a la cabecera de mi cama, el Padre
puso su mano sobre mi frente, y la dejó ahí todo el tiempo
que estuvo. De vez en cuando, me hacía en la frente la señal
de la Cruz y cuando la retiraba para hacer un gesto, enseguida la volvía
a poner, y seguía haciendo señales de la cruz. Cuando
se fue me besó otra vez en la frente, y yo le pedí besarle.
Entonces acercó su mejilla a mis labios.
El
Padre se había referido con claridad a mi total curación.
Eso sería un milagro. Aparte de pedirlo por la intercesión
del beato Josemaría, no me impacientó ni me impacienta
esa posibilidad. Pienso que es perfectamente posible, al igual que otros
hechos maravillosos, aunque ordinarios, que suceden todos los días
por el poder de Dios. Me constan los milagros, como a cualquiera que
tenga interés en conocer los detalles de hechos milagrosos, hoy
día abundantemente documentados. El milagro se realizará
si eso es lo mejor. Lo mejor de modo absoluto y lo mejor también
para mí: lo que me haga más feliz. Por fortuna, hace bastante
tiempo que tengo muy claro que la alegría es independiente del
correr y del rodar.
Bastantes
piden a Dios como don Alvaro entonces el milagro de mi curación
por la intercesión del beato Josemaría, de modo que pueda
servir ese milagro para promover su canonización. ¡Ya veremos!
Nunca mejor dicho, Dios dirá; y, como siempre, dirá muy
bien.
Pocos
días después de su primera visita, el día 8, hacia
las once de la mañana, volvió el Padre a mi habitación.
Era domingo. Le acompañaban don Javier y varios más. En
la habitación estaban aquel día tres residentes de Aralar.
Me encontraba mejor y sentado en la silla como era habitual a esas horas
de la mañana. Me besó al llegar. Le correspondí
y se sentó en la silla que habían colocado a mi izquierda.
Don Javier se sentó en la cama. Esta vez me encontraba con más
fuerzas y más dispuesto a hablar. De hecho, hubo más intervenciones
de unos y de otros.
El
Padre me dijo que se había acordado de mí en la Misa que
había celebrado el día anterior en el Polideportivo de
la Universidad. Señaló que fue una ceremonia muy bonita,
que el coro había cantado muy bien y había mucha piedad
en la gente, que habían logrado entrar a muchas personas: se
habían repartido cuatro mil quinientas invitaciones. En el pasillo
superior había muchísima gente que soportó el calor
y las incomodidades.
El
Padre quería distraerme, haciéndome pasar un rato relajado,
y me contaba detalles del solemne pontifical que había celebrado
el día anterior, al que yo no había podido asistir.
Don
Javier me dijo que no debo sentirme un estorbo para la Obra. Que somos
una familia. Y me recordó que hay un numerario del Opus Dei en
México, que se llama Manuel García Galindo, que padece
una enfermedad similar a la mía, y que su madre había
dicho que ni poseyendo toda la fortuna de Rockefeller podría
cuidar a su hijo tan bien como lo hacían en la Obra.
El
Padre, antes de despedirse, me bendijo y me besó las manos, mientras
decía: aunque inmóviles, son manos consagradas. Mientras
el Padre se retiraba le llamé, pero el Padre no me oyó,
pues estaba hablando con otros en ese momento. Viendo que el Padre estaba
ocupado, le dije a don Javier:
Dígale
al Padre que todo lo ofrezco por su persona e intenciones.
El de siempre
Siento
las reacciones emotivas que cabría esperar de mi carácter
de siempre. Es decir, reacciono con susceptibilidad ante pequeñas
molestias objetivas o me siento a gusto ante detalles de amabilidad
o sintonía con quienes me rodean. Lo que más me afecta,
positiva o negativamente, es la forma de ser de las personas; más
que las condiciones materiales o el padecer las limitaciones propias
de la tetraplejia.
La
normalidad mental la siento también en que como antes
no soy inasequible al desaliento. Noto que me canso. Reconozco que ciertas
situaciones me resultan especialmente duras, y que he sentido la tentación
de desear "que todo esto termine ya".
El
cansancio venía también a veces y viene al
apreciar deficiencias en los que me rodean. Siempre los mayores conflictos
también los mayores estímulos para la vida
han sido consecuencia del trato con los demás. En los momentos
más críticos de ese cansancio, incluso apoyándome
en la fe, he tenido una cierta añoranza de "descansar en paz...":
me cansa intentar algo una vez y otra, más aún no conseguirlo,
y más todavía el intento si veo que es inútil
de que me ayuden bien. Pero nunca, a pesar de mi mucha impaciencia en
esos momentos, me ha parecido insufrible la situación y jamás
he dicho, ni siquiera sólo interiormente, que "querría
morirme". Esto hubiera sido exagerar demasiado, porque no es para tanto,
y cuento con no decirlo nunca con la ayuda de Dios. Decirlo supondría
opinar que es preferible morir a vivir así; que lo que a mí
me parece es mejor que lo que El quiere; supone opinar que Dios o no
es bueno, o no es sabio, o no es poderoso: o sea, que no es Dios.
Desde
el principio de esta "historia" tengo la sensación de ser el
de siempre, de que en el fondo no ha cambiado apenas mi vida. Me consta,
sin embargo, que esto llama bastante la atención. La primera
vez que lo noté fue estando con varios estudiantes de enfermería
con los que me reuní en un aula de la Clínica.
Una
profesora Conchita Brun les habló de mí. Eran
alumnos de la Universidad Pública de Navarra, sin ninguna relación
con la Clínica. Me parece que querían hacer un trabajo
sobre los discapacitados. Estuve con ellos un buen rato, les conté
por qué estaba así y me preguntaron lo que quisieron incidiendo
sobre todo en cómo me sentía y qué pensaba ahora
de la vida. Grabaron todo en una cinta magnetofónica.
Por
las preguntas que hacían noté que había dos grupos
claramente definidos: unas chicas estaban de acuerdo en que la vida
todavía podía ser maravillosa, aunque de alguna forma
fuera limitada. Un chico, en cambio, argumentaba que en algunas situaciones
la vida no tenía interés. Los demás se adherían
a una u otra postura. Dije lo que pensaba acerca del valor de la vida
y del interés de la contrariedad para quien la padece y para
quienes le ayudan, y nos despedimos hasta cuando quisieran. Sé
que alguno, deseándome lo mejor, comentó después:
Espero
que en dos años piense igual.
Manifestaba
lo que otras veces he escuchado: que al tomar conciencia de la pérdida
que supone este tipo de lesiones, hay un profundo hundimiento de la
persona.
Estarás
saliendo ahora de la depresión me dijo hace poco un parapléjico.
Y los
padres de otro lesionado medular me contaban que a su hijo lo acompañaba
un psicólogo al abandonar el primer centro en que estuvo. Se
extrañaban allí de que no tuviera el ánimo destrozado.
Por mi parte puedo decir con franqueza que han pasado más de
dos años desde aquella entrevista y sigo pensando lo mismo, pero
más convencido si cabe.
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