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En casa de Chente

        Chente estudiaba el último curso de Económicas y nos conocíamos mucho de sus años en la Torre. Vivía ahora en un piso con otros universitarios, también antiguos de la Torre, bastante cerca de la Clínica. Casi todos venían a verme con frecuencia y algunos habían participado en unas reuniones que organicé en el Colegio para tratar los temas de interés humano que ellos decidieran. Intentábamos abordar a fondo los problemas y, por tanto, siempre salían a relucir aspectos morales, personales, espirituales en definitiva.

        Les propuse continuar esas reuniones y les pareció bien. El problema era encontrar un sitio adecuado porque mi habitación de la Clínica no parecía el mejor lugar. Pronto, una vez que Chente lo habló con los demás, quedamos de acuerdo en reunirnos una vez a la semana en su piso a última hora de la tarde. El plan incluía que me invitaban a cenar.

        El primer día ideamos la estrategia más eficaz para actuar con rapidez y no dar problemas a las enfermeras. Vendrían dos a buscarme a las ocho. Empujando la silla, convenientemente abrigado y a toda velocidad porque hacía frío, saldríamos por Urgencias. Cruzando una calle y atravesando una zona ajardinada llegaríamos al portal de la casa. Aquí empezaba lo más laborioso de la operación, porque para llegar al nivel del ascensor había que superar cinco escalones. Sólo era cuestión de juventud, entusiasmo y abandono por mi parte en su habilidad. Luego, había que quitarle los apoyapiés a la silla para que cupiera en el ascensor.

        Una vez en el piso comenzaba enseguida la sesión. Primero exponía yo durante breves minutos el tema escogido y a continuación el coloquio: ellos preguntaban y yo les preguntaba lo que no se les había ocurrido preguntar pero me parecía interesante. En una hora dábamos por concluida la sesión y de modo más informal si cabe comenzaban a brotar recuerdos de sus tiempos de la Torre, de otros amigos, lo que habían hecho en vacaciones; de paso que salían diversas viandas de la cocina. El tiempo se hacía muy corto, pero debía estar de vuelta pronto en la 503. En tono rimbombante, llamábamos a aquellas tertulias "cenas teológicas".

La silla motorizada

        En noviembre llegó por fin la tan anunciada y esperada silla. Recuerdo con viveza la escena de su aparición y que mi primera valoración del acontecimiento fue bastante negativa.

        Varias veces me habían dicho que estaba encargada una silla que podría manejar yo mismo sin necesidad de utilizar las manos. No me parecía mal pero tampoco me lo tomaba como si fuera el gran logro. Como proyecto para el futuro lo coloqué en la lista de los planes que otros me organizaban y, como yo no había tenido ni arte ni parte en la idea, la pobre silla nacía ya marcada con mi desinterés. Se ve que el orgullo no se pierde aunque se pierda el movimiento. De hecho, no estaba esperando el vehículo ilusionado por las posibilidades que me ofrecería, por más que veía la ilusión que ponía la doctora. Como la idea no había sido mía, y no pensaba en ella, no podía prever lo que me iba a aportar.

        Vistas las cosas en tono positivo, me pasaba lo de siempre: que con el golpe había perdido varias cosas pero no mi típica forma de ser y de reaccionar ante ciertas situaciones. Aquella tarde se pondría de manifiesto un aspecto de mi carácter, no precisamente virtuoso, que espero ir dulcificando con el tiempo:

        Un individuo más o menos joven entró con la silla y comprendí que era el proveedor. Comenzó hablando con bastante entusiasmo de las maravillas –nada frecuentes, según él– del aparato recién llegado de Alemania. Se veía que él, que debía de ser el experto, explicaba admirado aquel artilugio como quien habla de un extraterrestre prodigioso y desconocido, también para quien lo explica.

        Estaríamos media docena de personas en la habitación. Recuerdo muy bien que el experto se dirigía sobre todo a los demás. Me llamó la atención que se esmerara tanto en su intento por dejar claro cómo funcionaba la silla a los que nunca se iban a sentar en ella. Pero mi admiración aún no había crecido bastante. Fue necesario esperar al turno de preguntas lógico después de la explicación.

        ––Y este piloto rojo ¿qué indica?

        ––Y cuando pase tal... ¿qué hay que hacer?

        Vino, entonces, por su parte, el turno de las divagaciones, de la novedad revolucionaria del aparato, que claro..., y como las instrucciones están en alemán... Resumiendo, que me cayó bastante mal el vendedor y su silla. Y como no tenía mucho más que aportar, mi curiosidad era poca, la doctora de Castro promotora de la idea se encontraba fuera de Pamplona y era un trasto demasiado aparatoso en la habitación, pregunté si contaban en la planta con algún almacén, y allí la guardaron de momento según sugerí, porque no tenía ninguna intención de reclamarla. En los días siguientes no se volvió a mencionar el tema.

        Pero aquello duró poco. Por suerte para mí, el proveedor es un profesional: un hombre bueno y paciente, que ha procurado atendernos muy bien siempre que hemos necesitado su colaboración. Confío en que siga haciéndolo, pues es seguro que voy a necesitar casi de modo permanente el apoyo de ayudas técnicas para no perder movilidad o para mejorarla, serviéndome de los sucesivos adelantos.

        Cuando, a los muy pocos días, volvió la doctora, lo primero que hizo al entrar en la habitación fue preguntar por la silla. Se la veía tan entusiasmada antes de verla como al vendedor y me recriminó mi frialdad y falta de interés. Indicó que la trajeran inmediatamente y comenzamos las pruebas. Todo era bastante complicado, empezando por sentarme, puesto que es muy diferente a las que existen en la Clínica. Les sobra silla a los que me sientan, si sólo están habituados a las sillas corrientes. Esta tiene un cabezal para la cabeza, que la hace más alta que las demás. Una vez sentado, era necesario ajustar el respaldo en la inclinación correcta y regular la altura del cabezal. Por entonces aún no tenía un perfecto control de cuello y con frecuencia necesitaba apoyar la cabeza.

        El mando con el que manejo la silla queda situado delante de la cara y un poco debajo para que lo pueda mover con el mentón. No está siempre ante mí. Puedo retirarlo a mi derecha y atrás golpeando con la cabeza un conmutador que instalamos en el cabezal de la silla. Basta un pequeño toque hacia atrás y a la derecha, para que el sistema de control de la silla se coloque ante mí o se retire. El cabezal, de hecho, únicamente lo utilicé para apoyar la cabeza durante las primeras semanas; luego, como tengo suficiente fuerza en el cuello, ha quedado sólo para sujetar el conmutador. El mismo módulo que lleva el control de dirección tiene un potenciómetro al que accedo también con la barbilla. Sirve para determinar la velocidad máxima del vehículo.

        Resultó muy útil en los primeros momentos la posibilidad de regular la inclinación del respaldo. Aunque prefería ir lo más erguido posible –me parecía lo más natural–, bastantes veces no había más remedio que recostarme un poco si había riesgos de mareo. También ahora mueven con cierta frecuencia el respaldo, hasta incluso la horizontal, por ejemplo, si conviene que cambie un rato las zonas de apoyo.

        Enseguida la doctora –prudentísima ella– dijo que necesitaría un cinturón, pues podría irme hacia delante. La idea, por supuesto, me pareció fatal. Lo veía como una complicación innecesaria. Afortunadamente, por ahora vengo saliéndome con la mía.

        Desde luego, mis primeros movimientos con la silla fueron torpes, si bien es cierto que la cosa no tiene de suyo ninguna complicación y en muy poco tiempo pude manejarme con bastante soltura. En todo caso, como no tenía interés en llevarme a nadie por delante, procuraba ir con cuidado puesto que una colisión sería muy desagradable, sobre todo para el contrario, ya que entre la silla y yo sumamos ciento noventa kilos largos que se desplazan. No podía evitar, a pesar de todo, sonreírme irónicamente por dentro y por fuera, y hasta hacer algún comentario, para mí gracioso, cuando mi doctora, prudentísima como digo, me recordaba que fuera con mucho cuidado: a la mínima velocidad.

        Después de aquellas anécdotas, que recordándolas ahora me hacen sonreír y sentir una cierta compasión de mí mismo, vino la normalidad. Cuando la silla se convirtió en un instrumento de trabajo poco menos que imprescindible.

        En las primeras semanas el objetivo era hacer kilómetros, probar el instrumento en las variadas situaciones que podían presentarse en mi quehacer por Navarra. Había que confirmar la resistencia, la autonomía, su capacidad de maniobra, la potencia en las subidas, si podía superar algunos obstáculos, qué pasaba si perdía el control en cuesta, si me inclinaba sobre el asiento y no llegaba al mando. Comprobé que todo eran problemas. Pero el tiempo me fue diciendo que el problema era yo con mi impaciencia.

        Al principio, cualquier trayecto que discurriera fuera de las amplias autopistas de la Clínica se me hacía mortificante. Salía mucho a la calle y sabía bien lo que me esperaba. Estaba convencido –lo decía en broma pero con la intención de ser realista– de que mi silla era una "silla de piso". La verdad es que poco a poco me fui confiando y aprovechándome de las buenas cualidades técnicas del cacharro, y pude asombrar a más de uno, sin pretenderlo, de las maniobras que se pueden hacer con él.

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