sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Sin miedo: cómo afrontar la enfermedad y el final de la vida
Miguel Ángel Monge

Meditación en la Torre

        La tarde de la meditación en mi habitación de la Clínica di, de modo aceptable según parece, el primer "paso" en la predicación sobre ruedas, que reclamaba otros sucesivos. Por eso, una vez que se confirmó que era capaz de predicar otra vez, convenía que lo hiciera del modo habitual, como tantas veces lo había hecho.

        Me invitaron a dirigir una meditación antes de cenar en mi antigua casa. Era evidente que predicar en la Torre incorporaba algunos obstáculos más a los de la experiencia anterior. Enseguida pedí que el guión de la meditación estuviera suficientemente alto para no tener que forzar el cuello, como la primera vez. Se empleó para esto un atril plegable de música ajustado a la altura ideal.

        Ya en la Torre, y ante la expectación general, comprobamos que mi silla no cabía por la puerta, con una sola de las dos hojas abierta y la otra no se podía abrir, porque el pasador que la fijaba al pavimento estaba bloqueado. Para casos como éste, contábamos con el encargado de los arreglos materiales y mantenimiento del Colegio, hombre expeditivo y de soluciones tan rápidas como eficaces. Antes de que nadie sugiriera maniobra alguna, empuñó una sierra eléctrica y, sin contemplaciones, arremetió contra el pasador, que comenzó a despedir abundantes chispas, entre el entusiasmo insensato de la concurrencia, que terminó en cerrada ovación cuando la puerta se abrió de par en par. En menos de un minuto, el problema quedaba resuelto.

        Lo demás fue coser y cantar. Una vez dentro del oratorio, con el atril bien dispuesto y el guión que había preparado a la vista, comencé la meditación.

        Se me hizo corto el tiempo. Me sentía, después de meses de silencio y de mucha reflexión interior, como ansioso por transmitir la grandeza de la vida cuando se vive con Dios, que engrandece cualquier existencia humana. Pero terminé, porque era la hora.

        El oratorio estaba bastante repleto. Supongo que debido a lo peculiar del sacerdote, porque la mayoría me conocían del curso anterior y porque algunos aún no habían tenido ocasión de verme desde entonces. A la salida todos esperaban mi aparición y querían saludarme. Reconozco que disfruté mucho. Hubiera estado horas comentando mil incidencias intrascendentes, pero entrañables. Era tarde y el ambiente casi festivo invitaba, a pesar de la hora, a quedarse. Me parece que alguien lo sugirió, pero debía irme y pronto. No convenía que me recreara demasiado en la suerte, entre otras razones, porque hacía fresco –enseguida me abrigaron– y me esperaban en la Clínica, después de la aventura, casi con tanta expectación como en la Torre. Era necesario constatar que el "paso" hacia adelante previsto había llegado a buen término. A esas horas, todavía estaba allí la doctora de Castro para comprobarlo.

Dos molestias

        No poder dormir fue, durante una buena temporada –desde mayo del 91 a enero del 93–, una de mis principales inquietudes. Enseguida, al bajar a la tercera, empecé a quejarme de que no conseguía descansar por las noches. Tomaba siempre alguna pastilla que me facilitara el sueño, pero no podía dormir a pesar de todo. Me parecía que la medicación no era eficaz o que debía tomar una dosis mayor. Pero el criterio médico no estaba de acuerdo con el mío y era una barrera contra la que chocaba cada noche mientras trataba de dormir, agotando todos los sistemas convencionales.

        Recuerdo muy bien que, durante bastantes meses, no dormir era el problema clínico que más me importaba y no entendía cómo médicos tan competentes no solucionaban lo que, para mí, era la molestia número uno en aquellos momentos. Durante el día estaba cansado, pero no tenía sueño a pesar de ese cansancio.

        Lo habitual era que intentara dormir, ya con la medicación correspondiente tomada, con la posición de la cama prevista para prevenir las erosiones en la piel o escaras, con mi examen de conciencia hecho y mis avemarías rezadas... Comenzaba entonces una espera indefinida, quizá de horas, que solía ocupar pidiendo el sueño al Cielo, ofreciendo al Señor las incomodidades de aquellos momentos y de otros, por personas o situaciones que traía a la imaginación, o –quizá la mayoría de las veces– sólo distraído con lo de ayer o lo de mañana... Cuando en aquellas noches comprendía que la espera del sueño iba a ser larga, a veces comenzaba a rezar el rosario, puesto que era capaz de mantener la atención lo suficiente para pensar lo que se considera en las avemarías, padrenuestros y glorias, y para llevar la cuenta, imaginando los dedos de mis manos. Por fin conseguía dormir algo, pero me despertaba con tiempo de sobra para esperar la hora de que comenzase el aseo.

        A veces, dependiendo de la estación y de si podía observar la ventana, según me tocara a la derecha o a la izquierda, podía contemplar, quizá sólo por una rendija o a través de un visillo, cómo iban cambiando las luces de la noche por el amanecer. Escuchaba el cambio del sonido nocturno en la calle, por el del día; más estridente, menos monótono. Con impaciencia, escuchaba la rutina diaria de las enfermeras de noche pasando por las habitaciones vecinas, antes de entregar el relevo a las del turno de mañana. Hasta que, por fin, llegaba Jorge para el aseo. Era como una liberación.

        Otra anécdota larga en el tiempo y, gracias a Dios, pasada en buena medida, fue la de mis sudoraciones profusas. Me duraron desde que comencé a incorporarme en un asiento hasta poco tiempo después de recibir el alta por primera vez. Recuerdo, como prototipo de estos sudores, los de la última fase de ingreso, en los meses últimos del año 91. Solía desayunar en la cama y a continuación comenzaba otras actividades sentado en la silla. Al ir a la silla, comenzaba a sudar de modo casi automático.

        Al principio me extrañaba de tanto sudor, porque la temperatura ambiente no era elevada. Pero pronto me di cuenta de que el sudor estaba unido a la incorporación. De manera que ya sabía que cada vez que me incorporase el sudor vendría enseguida. Era algo realmente llamativo. Se trataba de un sudor caprichoso, pues sólo sudaba por la cabeza y, en general, bastante más por el lado derecho. La abundancia del sudor era algo notorio porque las gotas caían sin parar desde la nariz, la barbilla o las orejas. Tenía el pelo empapado y, como consecuencia, la parte superior de la ropa. Tuvimos que reservar algunas toallas para emplearlas en el sudor, ya que durante las horas que estaba sentado convenía secarme varias veces.

        Lo de secar el sudor también merece su tratamiento, aunque parezca trivial. Había alguno que lo hacía especialmente bien y también alguno que lo hacía especialmente mal. Manipular la cara de otro, sobre todo si se quiere tratar con delicadeza a esa persona, es algo que requiere cuidado, pero cuidar las cosas no siempre es tratarlas con blandura, aunque a veces resulte fácil confundir estos dos conceptos. Yo prefería que me secaran la cara con fuerza, porque así se arrastraba bien el sudor, sobre todo en el cuero cabelludo, pues si no se hace presión fuerte con los extremos de los dedos hasta llegar a través del pelo a la piel, no se logra que el sudor empape la toalla.

        Semejante razonamiento lo hice no sé cuántas veces a los que venían a verme: espantados por mis sudores nada más verme y llenos de buena voluntad, se brindaban a aliviar aquella penosa situación. Casi siempre era inútil la explicación, porque más fuerte –decían– iban a hacerme daño o se me iba a caer el pelo de tanto frotar. Al final acudía a alguno de los conocidos de siempre, que arremetía contra mi cráneo sin contemplaciones ante la perplejidad del visitante en cuestión.

        El sudor casi siempre tiene que ver con el calor, pero sólo casi siempre. Aquellas sudoraciones tan abundantes se debían a un mecanismo reflejo. El caso es que dejaba de sudar tan bruscamente como había comenzado en cuanto volvía a la posición horizontal.

Operan a mi padre

        En la revisión médica que, como otros años, se hizo mi padre en la Clínica, descubrieron una alteración que les preocupó. Enseguida le avisaron por teléfono de que convenía que regresara y que tenía quirófano reservado, pues en el scanner habían observado cierta anomalía en uno de los riñones. Convenía aclarar con más exactitud de qué se trataba.

        Quise hablar con el cirujano, el doctor Berián, a quien conocía bien como paciente, y con toda franqueza me dijo que si resultaba necesario le quitaría el riñón. Con el otro podría hacer vida normal. Yo no le pregunté nada, puesto que sabía bien de qué me hablaba: no valía la pena correr riesgos ante la posibilidad de un cáncer. En el quirófano consideró que era mejor asegurar y quitó el riñón. La biopsia confirmó que se trataba de un tumor maligno.

        Fueron días duros sobre todo para mi madre, que quería multiplicarse: pendiente de mi padre y de mí, y preocupada también por Rocío, que se había quedado en Ciudad Real para no perder clases. Como yo podía desplazarme bien, pasé el tiempo que pude en la habitación de mi padre. Fue sobre todo en esos momentos cuando más noté el peso que estaba soportado mi madre. Al verme llegar, con mi padre allí postrado, sentía en mí apoyo y, a la vez, otro motivo de dolor. No la vi rota en ningún momento, como tampoco a mi padre; ni entonces ni luego...

        Mi padre se restableció pronto de la operación y comenzó el tratamiento oportuno haciendo de momento una vida normal para su edad.

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